Náufragos en el asfalto.

Como cada noche, Marcos se iba prontito a dormir, después de haberse lavado los dientes y haber dicho buenas noches a la abuela. Sin embargo, a Marcos no le gustaba la cama. No le gustaba la oscuridad, ni el silencio, ni la puerta cerrada, ni la soledad. En realidad, ni siquiera le gustaban sus propios sueños. Muchas veces se despertaba entre sudores, asustado por los monstruos de sus pesadillas, pero cuando se levantaba llorando a abrazar a su madre, ella nunca estaba allí.

La madre de Marcos trabajaba de noche. A ella tampoco le gustaba la cama. La había aprendido a odiar en su trabajo. Marcos no la echaría tan en falta si pudiese al menos aferrarse a su padre, pero este tampoco estaba. Que pronto volvería de un viaje, solía decir su madre.

Siempre fue un chico solitario. No le gustaba ni la tele ni el fútbol, y los demás niños del parque siempre se metían con él. Su abuela era su única amiga. Se podían pasar juntos tardes enteras, en las que ella contaba anécdotas de una época demasiado lejana para Marcos, que las escuchaba y las guardaba en su memoria como si fuesen de oro. Ambos estaban muy unidos. Por eso el día en que ella murió, el casi se mata del disgusto. Le costo mucho superarlo. Le enseñó tanto, que ahora no sabía lo que era estar solo en el mundo.

Entre palizas y rabia contenida, Marcos entró en el instituto, donde conoció a Elisa. Ella también lo había pasado mal, y no tardaron en abrirse y amarse con el odio reprimido de los que siempre han sido maltratados. Las broncas y las reconciliaciones fueron una constante hasta el embarazo de Elisa. Sus padres no la permitieron abortar, aunque casi la matan de los golpes que le dieron. El mismo pan para Marcos. Ambos se pusieron de acuerdo y huyeron de la ciudad con el bebé. Con prisas y sin dinero, consiguieron llegar a Barcelona y okupar una casa abandonada. Conocieron a Ismaela, una vieja con la que decidieron compartir el piso. Así siguieron viviendo unas semanas, pero nadie quería a unos jóvenes sin estudios, y fue cuestión de tiempo que el dinero empezase a salir de fondos poco legales.

Marcos cayó en la peligrosa telaraña del jaco, y la policía le cogió intentando robar un banco. Elisa, por su parte, se tragó su orgullo y vendió su cuerpo al mejor postor para la manutención del pequeño. Y así, éste, sin padre al que abrazar y sin madre con la que llorar, creció al lado de Ismaela, y el destino se tornó caprichoso para repetir la misma historia desde el principio.

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Jorge Mateo. Con la tecnología de Blogger.
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