Vivir para contarla

  Me encuentro en una catedral, la más bella que mis ojos, ya curtidos por los años, han podido llegar a ver. Estoy escribiendo esto, no para pasar a la historia y ser reconocido como un héroe, cosa que nunca pretendí conseguir, escribo para recordarme que alguna vez fui humano y que, como todos, muchas veces he cometido fallos imperdonables.


            La conocí en un bar en el que solía frecuentar con sus amigas, nunca me había fijado en ella, y gracias a la suerte o al destino, tardé en hacerlo, porque una vez lo hice, no volví a ser el mismo. Por aquel entonces tenia dieciocho años, la barba casi me había salido y apenas tenía granos de la maldita adolescencia, solo podía pensar en mi futuro, y en cómo y qué estudiar, cosa que no tenía muy clara. Un buen, o quizá fuera terrible, día decidí pasarme por un bar que había cerca de mi casa con el fin de desconectar del mundo, dejarme llevar por el ajetreo de la gente y el ir y venir de los camareros. Por aquella época yo no poseía más riqueza que mis libros del instituto y unas cuartillas que mi madre nos escribió antes de morir, lo poco que ganaba cuidando a personas mayores me lo gastaba en ayudar a mi hermana, Martina, que estaba estudiando en la universidad y yo tenía que hacer frente a los pagos.
Mi padre nos había abandonado nada más morir nuestra madre. La muerte no nos roba a los seres queridos, al contrario nos los inmortaliza en nuestra memoria. Pero para mi padre fue muy duro por todos los años que llevaban juntos, por todos los momentos que habían pasado juntos intentando que tuviéramos una vida que ellos nunca pudieron tener por la época en la que les tocó vivir, una época de miedos e injusticias. Una época de guerra.
Por todo esto no soportó el verse privado de su mayor tesoro, de alguien por quién había dado la vida y abandonado todo para mudarse a un pueblo en el que no tenía ningún vínculo, y que más tarde lo único que le ataba a este lugar desapareció dejando tras de si mis valiosas cuartillas en las que explicaba como madurar lo suficiente comopara vivir sin depender de otras personas. Supongo que mi madre ya se imaginaba que nuestro padre nos abandonaría al enterarse de la enfermedad que la consumía lentamente.
Un 25 de Enero, de los más fríos que recuerdo en mi querido Burgo de Osma, mi madre me llamó a la habitación.
-Cariño, creo que no veré otro amanecer... Por favor, no llores, sé fuerte, dentro de poco serás el hombre dela casa, tendrás que mimar a tu hermana, recuerda que tú serás todo lo que ella tenga.
-Pero mamá, no puedes, no puedes dejarme solo en medio de este mundo.
-Eres fuerte, más fuerte que yo...
Al decir esto se le cerraron los ojos y descansó para siempre.
Una semana después, yo me encontraba sobrepasado por las facturas que conseguía pagar a trancas y barrancas con el sueldo mínimo. Bajé a un bar, en el que me solían fiar y me tomé una copa, dos, tres... Una vez supe que estaba ya lo suficientemente ebrio como para olvidar mis problemas decidí irme a la calle.
Al levantarme del sitio me tropecé con un taburete con tan mala suerte que aterricé sobre una mujer que se estaba atando los cordones, la escena era para haberla grabado desde luego, fue una actuación tan grande como la hernia que la provoqué a la pobre mujer.
Gracias a este suceso por el cuál vino la ambulancia y el que me llevó bastante sustos, uno de ellos acusado de homicidio premeditado, que digo yo, que tendrá de premeditado tropezarse, conocí a la que sería la mujer de mi vida.
Cuando se fue la ambulancia nos quedamos ella y yo solos, y empecé a hablarle.
- ¿Has visto como ha sido el accidente? - La pregunté con la esperanza de que fuera un no.
- Depende de si te quisiera avergonzar o no. - Dijo entre risas.
- En ese caso diremos que estornudó y se le desencajó la cadera.
Pasamos mucho tiempo juntos a partir de ahí, yo empecé a quererla, pero ella siempre parecía distante, muy triste. Así, quedando en el bar, andando, quedando en casa, se fueron sucediendo los días hasta que la pedí matrimonio. Aceptó, pero no con mucha ilusión.
Dos años después tuvimos un hijo al que llamamos Juan. Nada más nacer mi mujer se puso a llorar, lloraba como nunca la había visto desde que la conocía, la pregunté que qué le pasaba pero ella siempre respondía lo mismo, no me pasa nada, tranquilo.
Yo me preocupé mucho, y decidí espiar a mi propia mujer para ver si podría sacar alguna conclusión. Siempre hacía lo mismo, por la mañana ir a clases de inglés, a las doce de la mañana iba a casa de una amiga y se quedaban hablando y almorzando, al medio día comíamos juntos y a partir de ahí todo era un misterio. Subía por un paseo verde hasta llegar al centro de salud, una vez allí continuaba recorriendo la carretera y llegaba al hospicio, entraba y cinco minutos después salía con cara de derrota. Continuaba andando y llegaba al instituto, allí entraba y la perdía de vista. Cuando volvía yo a casa ella siempre estaba esperándome.
Durante días hice el mismo recorrido con ella, podría hacerlo durante siglos y seguiría sin comprender nada. Así que pasé a la acción y decidí colarme en el instituto antes que ella. Estaba vacío, oscuro, y muy silencioso. Llegué la sala de profesores en la planta baja y esperé vigilando por la ventana. Al fin llegó, hizo lo de siempre, miró a los lados, sacó una llave del bolsillo y entró sigilosamente. Me incorporé y salí al pasillo, miré a los lados.
- Mierda, ya la he perdido.
Subí a la primera planta con la ligera esperanza de poder encontrar un indicio de su paradero. Nada, ni rastro, me metí en una clase de laboratorio y allí estaba un grupo de personas, serían tres o cuatro. Me acerqué a ellos y me escondí debajo de una mesa.
- Danos el dinero o ya sabes lo que pasará – Dijo un hombre con voz muy grave.
- No lo tengo, aún no he podido reunirlo, mi marido no puede hacer frente él solo a todo, aún no sabe que le cojo dinero... - Dicho esto empezó a llorar. Se oyó un tortazo.
- Eh, Gabriel, no la pegues que la dejas marcas y no queremos tener a la policía rondándonos.
- Se lo merece. Chica, tu hijo tiene los días contados. Vosotros dos ir a por el chico.
Hasta ese momento no me dí cuenta de la gravedad del asunto. Salí de debajo de la mesa en silencio, miré que podía utilizar como arma, lo único que veía eran cucharas, varillas, relojes devidrio, nada con lo que tumbar a un orangután de dos por dos. Pensando llegué a la conclusión que no tenía porque ser algo sólido, y allí estaba, ácido sulfúrico recién preparado esta mañana por los muchachos. Lo cogí y salí detrás de la puerta.
Una vez pasaron por la puerta les lancé el ácido, y corrí dentro del laboratorio con la intención de salvar a mi mujer y huir. Pero el destino se tornó caprichoso y decidió que igual que la conocí tropezándome, con un tropiezo la dejaría de ver. Me resbalé y el ácido se volcó sobre mi cara, noté el dolor, punzadas con las que casi no me podía incorporar, pero allí le vi forzando a mi niña, a la mujer de mis ojos, los cuales se estaban quedando sin la protección de sus párpados. Me lancé contra mi enemigo y nos enzarzamos en una pelea, en la cuál yo hubiera salido muy mal parado si no llega a ser por mi cara, desfigurada totalmente y en carne viva, lo que debió de asustar sobremanera al adversario y hacerle perder toda la fuerza. Agarré un vaso de cristal y se lo clavé en el cuello. Miré a mi mujer por última vez, y huí entre las sombras.
Llegué a esta catedral tarde, y con la intención de desaparecer de la vida de mi hijo, y de mi chica. Mi vida ya no me gustaba, antes hubiera dado lo que fuera por mantenerla, pero ahora, sin cara, con una familia que me odiará por lo que soy, no merecía la pena seguir derrochando tiempo.
Ahora, dejaré este escrito para que, quién lo encuentre, aprecie la vida cada instante, que no dude en hacer locuras, pues, el mundo se compone de ellas. Nunca supe que querían esos hombres, y nunca lo sabré, no quiero.
Mi cuerpo desaparecerá, no os molestéis en buscarlo, será imposible.

Un abrazo y mucha fuerza.



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Jorge Mateo. Con la tecnología de Blogger.
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