Ciudad blanca I



Era invierno, el invierno más duro desde hacia cincuenta años. Mateo andaba desorientado, confiando en que su destino le marcara el camino a seguir y que no encontrara muchas trabas para alcanzarlo. Recorrió miles de callejones, esquivando la gente que transitaba por las concurridas calles para llegar a una meta. Un sitio en el que años atrás conoció a la que hoy, después de tanto tiempo, sigue amando. Le gustaba cada gesto de su cara, amaba ese desdén en su actitud y sobre todo esos ojos azules como la mar. Lo que enamora a una persona no es una cara o un cuerpo. Son los pequeños detalles que las conforman, ese pestañeo, esa mirada perdida recordando tiempos pasados, esos labios mordidos...
Mateo se subió en cuello del abrigo hasta la cara, se limpió los ojos que le lloraban y continuó su travesia.
Mientras andaba fue recordando todo lo que le había llevado a esa situación. Cada detalle, por mínimo que fuera, si no hubiera ocurrido, el final hubiera sido totalmente distinto.
En 1920 él se sentía con toda la fuerza del mundo para poder llevar una familia y conseguir que sus hijos le miraran con esperanza y admiración. Tenía una mujer perfecta y una casa, que si bien no era una mansión con todo tipo de lujos, estaba en buenas condiciones. Trabajaba para una empresa de ferrocarriles donde él ocupaba la jefatura de todo un departamento, se encargaba de que todo funcionara a la perfección y de suministrar todas las piezas que componían el tren. Un tren que en aquella época era puntera en tecnología, podía transportar miles de toneladas sin apenas notar ese sobrepeso en la velocidad. El trayecto abarcaba gran parte de España y Francia, y tenía que luchar a muerte contra unas vías mal construidas desde su creación. Las innumerables reparaciones a las que habían sido sometida habían hecho mella.
Un problema surgió en Vitoria, unos ferrocarriles habían descarrilado por un frenazo brusco. El jefe de Mateo le hizo saber que tendría que marchar esa noche si quería conservar su puesto de trabajo. Aceptó sin rechistar, él lo hacía de buena gana, bien poco le importaba el no dormir, o el dejar sola en casa a su mujer. El amaba su trabajo, se le daba bien y, además, no estaba sometido a las normas y el "sinvivir" de una fábrica. Salió de la oficina con una sonrisa de oreja a oreja. Este trabajo tendría una recompensa económica contundente, su mujer iba a estar muy contenta. Lo cierto es que no podía saber cuan lejos de la realidad se hallaba.

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Jorge Mateo. Con la tecnología de Blogger.
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